LA RECONQUISTA DEL PERÚ

Gonzalo García Callegari

1971 -2021

Texto de Ramón Mujica Pinilla

Homo Ludens:

una mirada crítica al Bicentenario 

Con obsesivo desempeño y desenfadada ironía, desde el 2010 el artista Gonzalo García Callegari viene desarrollando un proyecto pictórico de largo aliento conocido como Peruanismos.  Desde entonces, cada año renueva sus turbadores repertorios joco-serios de tenor histórico y político.  Su mensaje desafiante -aunque presentado en un vocabulario pictórico agridulce- es inseparable de su propuesta visual: mostrar los alcances políticos del Homo ludens o el hombre que juega.  En 1938 el célebre historiador holandés Johan Huizinga (1872-1945) demostró que el juego era una categoría cultural que servía para entender la construcción de la sociedad humana.  La civilización disfraza a sus reyes y vasallos, a sus políticos y ciudadanos en gente seria.  Pero sus rituales sociales y religiosos conforman las normas de un juego inmenso que los torna ganadores y perdedores o en acreedores de Cielos o Infiernos donde se salvan y se condenan.

 El universo pictórico que aquí se presenta apunta a lo mismo: la política es un tablero de ajedrez y el mundo un teatro, una mascarada, un circo.  La guerra -con sus soldados y armas- es un juego letal y una competencia a muerte.  Las figuraciones visuales de García Callegari están a medio camino de los retratos de héroes nacionales en cromos de colores brillantes y la pintura patriótica, estereotipada, propia de los relatos nacionalistas “oficiales” del Estado.  El artista los emplea como las reliquias de un imaginario político en extinción.  A ellos les suma otros modelos visuales: los dibujos del cronista indígena Guamán Poma de Ayala, los grabados de alegorías patrióticas europeas, retratos de los Próceres de la Independencia o héroes militares nacionales.  Pizarro, Atahualpa, Simón Bolívar, San Martín, Ramón Castilla, Francisco Bolognesi, Miguel Grau; todos son “intervenidos” y re-semantizados.  También se apropia de los mapas antiguos del Perú y de España para transformar sus topografías geográficas en espacios simbólicos.  Todo mapa presupone una “descripción” concreta de la realidad; una “colonización” del espacio físico.  García Callegari pinta ahí sus nuevos relatos visuales para denunciar al colonialismo, a la cultura consumista de masas, a la tecnología digital, a la dominación política y a la crisis simbólica de nuestro imaginario político nacional.  El mapa del Perú es representado como un “objeto” de juego, es parte de un rompecabezas con piezas perdidas.

 En este “mapeo” de la realidad nacional el pasado histórico se superpone al tiempo presente.  Lo moderno no cancela lo antiguo.  Coexisten en total simultaneidad.  Son como las veladuras históricas que el artista construye sobre los grabados antiguos que interviene.  Así, en la propia “materialidad” de su obra pictórica se cifra el secreto de su propuesta visual: el Perú vive una modernidad inacabada, inconclusa.  Las pugnas de antaño han tomado nuevas formas, y sus protagonistas, nuevos ropajes.  En una pintura el Inca es quemado vivo como si fuese un hereje del siglo XVI y la pugna se libra entre los que quieren una “democracia representativa” o una “república monárquica”.  En otra pintura, los trece de la Isla del Gallo tienen cascos de astronautas y los Incas platillos voladores sobre sus cabezas.  No estamos ante el choque de dos civilizaciones.  Este es un desencuentro planetario.  En el Perú, las armas de dominación tienen antecedentes iconográficos de vieja data.  Un dibujo de Guamán Poma -que el artista reconstruye- muestra al Inca Huayna Cápac ofreciéndole un plato de comida con monedas al conquistador español Pedro de Candia.  Luego el Inca le pregunta “¿es este el oro que comes?”.  El incidente es premonitorio del capitalismo devorador y de la explotación y contaminación de los recursos naturales del país.  En tiempos de un nuevo orden mundial globalizado, los códigos culturales y económicos de las naciones se han reseteado y la Patria ha quedado borrosa y quimérica.  Sus antiguos héroes están relegados.  A lo más son mitos urbanos o personajes de ciencia ficción y del cómic.  García Callegari muestra al Inca con la insignia de Superman sobre el pecho.  Pizarro lleva la “A” del Capitán América.  Para generar una fricción histórica, se ha superpuesto el retrato del Mariscal Castilla -el héroe emancipador que en 1854 liberó al afroperuano- con el slogan publicitario de Ña Pancha: la lavandera negra que por los años 60 anunciaba un jabón de ropa “único por su blancura blanquísima”.  Esta campaña publicitaria ha sido recientemente censurada por su tenor racista.

 García Callegari no busca destruir “mitos” o emblemas nacionales.  Al contrario, los sufre, estudia, interviene, restaura y reconstruye.  Si el acto crítico de imaginar la identidad cultural de una nación es un ejercicio intelectual, García Callegari es un creador de pinturas pensantes con acertijos visuales lúdicos.  Con ellos confronta nuestro imaginario nacionalista en ruinas.  Así, conquistadores, incas, próceres y presidentes de la República, en compañía de sus altos ministros de Estado, llegan al Bicentenario de la Independencia con cabezas de caballo, de auquénido y de burro.  Unos optan por usar pasamontañas, emulando a los terroristas.  Otros usan las máscaras de la Diablada puneña o la testa de alguna deidad Chavín como si el Congreso de la República fuese una fiesta popular o el lugar de encuentro de fuerzas telúricas donde intervienen “dioses” desconocidos.  En las pinturas de García Callegari el Escudo Nacional se desangra, desaparece, se roban sus partes.  Muestra cómo la vicuña andina, el árbol de la quina y la cornucopia han sido asaltados -saqueados- por una turba anónima de pequeños hombrecitos verdes, sin rostros individuales propios.  Se trata de un enjambre devorador humano -demasiado humano- que todo lo corroe y carcome.  Una vez vaciado el Escudo Nacional de sus preciosos jeroglíficos, su estructura vacía es robada.  El artista no cuestiona aquí la sacralidad de los emblemas patrios.  Al contrario, ofrece una brillante y dramática meditación iconográfica sobre los alcances simbólicos de la corrupción política en el país.  Su mensaje no puede calar más hondo.  Entre juego y juego -de gobierno a gobierno- el Perú pierde su historia, su territorio, sus recursos naturales y su identidad cultural.  La denuncia no es poca cosa

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